Siempre sostuve que el fútbol enloquece al personal. Fui testigo muchas veces de cómo, personas totalmente cabales, perdían todo su sentido en un campo o ante una pantalla de televisión. Vi cómo aplazaban citas, se escaqueaban del trabajo, o, simplemente, buscaban excusas fatuas ante su mujer para poder ver el partido del domingo. Pues bien, esa magia especial que transmitía el balompié parece estar en peligro debido a la guerra entre dos cadenas de televisión. Ni sé, ni me importa mucho la verdad, quiénes son los propietarios legítimos de los derechos para su retransmisión. En definitiva, se trata de una lucha que para el común de los mortales le resulta completamente ajena (que se dirima entre abogados y juzgados, digo yo). Sólo sé -y eso lo afirmo con certeza- que los horarios de los partidos se cambian libremente y a última hora, que se retransmiten en abierto cosas que previamente ya habías pagado, o que se ofertan partidos para luego no poder ofrecerlos. O sea, un puñetero lío. Pienso que si sus gerifaltes se pusiesen a pensarlo un poco, se darían cuenta de que entre todos están matando la gallina de los huevos de oro. Un buen día, hartos ya de tanta informalidad, los aficionados podemos decretar que el deporte rey es la Fórmula Uno y, claro, se acabó el negocio. Mi vecino, dueño de una cafetería, me dice que está hasta las narices de la actual situación. Que programan a la misma hora a quienes más gente atrae, a la postre, Madrid y Barcelona, con lo que, lógicamente, su recaudación se resiente. No sé, pero de seguir con este dislate, más temprano que tarde, diremos basta a tanta tomadura de pelo.