Vivimos tiempos donde lo que predomina es la imagen. Sí, cuanto más impactante mejor. Para denunciar la incompatibilidad de carretera y alcohol, por ejemplo, ya no vale sólo que se diga: hay que plasmarlo en un anuncio de un choque brutal con escenas de sangre, vísceras y muertos por doquier. Esto, lógicamente, también se ha trasladado al mundo de la educación. Para inculcar a los jóvenes que tal o cual conducta está mal o no es la adecuada, no sólo sirve ya la palabra paterna o de un docente, sino que también tiene que venir respaldada por un testimonio directo. Y cuanto más cruel, encarnizado o tortuoso; mejor. La consejería de Educación vasca va a poner en marcha un plan por el cual, jóvenes de la ESO, escucharán a víctimas del terrorismo de ETA y los GAL. Pretenden con la medida sensibilizar a los adolescentes sobre el dolor que produce el terrorismo a sus víctimas con testimonios de “gran impacto”. Bien, yo pregunto, ¿es que para demostrar las consecuencias de una violación es necesario que lo cuente una víctima? ¿Es que acaso la moral de un individuo -ese mecanismo por el cual te alejas y repudias ciertas conductas- tiene que activarse de semejante manera? ¿No produciremos una especie de aislante con tanto abusar de este nuevo hiperrealismo adoctrinador? No sé, pero piensen que todo llevado al exceso suele producir el efecto contrario. La primera vez que vimos un anuncio donde se reproducía de forma fiel un accidente de tráfico nos conmovió, pero, ¿y ahora? ¿Es lo mismo?