Me ha aliviado recibir noticias tuyas; cuando no vi el lunes ningún “tapín” levantado en el prado de junto a casa, temí que habrías acabado tus días flotando en caldo rodeado de fabas. Ayer, además, me enseñaron en el periódico fotos tuyas con la familia de veraneo en Salinas. ¡Chico, vaya nivel! Has encontrado el lugar perfecto para vivir como a ti te gusta, rodeado de gente, ahora que esto está quedando desierto.
Te agradezco que me invites, pero tengo que rehusar. No es que dude de tu palabra, pero las cosas no son iguales para todos. Hace una temporadita yo también pasé un par de días en la capital, en casa de mi hermana, para arreglar unos papeles (que ya sabes que nos piden más papeles para ser ganadero aquí que para ser diputado en Madrid) y mi experiencia fue muy distinta.
Tú estás hecho un jabato, y la gente se admira al tropezarte y te saca vídeos. Yo soy un estorbo; cuando cruzo, los coches me tocan la bocina para que vaya más rápido y, cuando voy por la acera, los peatones tropiezan conmigo, gruñen y me mira con fastidio. Van con tanta prisa que se diría que el destino del universo depende de lo que ellos hagan en los próximos minutos. Nadie te saluda, ni te habla, ni te sonríe siquiera. La mayoría apenas levanta la vista de la pantalla de su móvil. Es como vivir entre robots.
Los días ahí se me hacen interminables; no hay “veras” que “rozar”, ni huertas que cuidar, ni leña que partir. Y tampoco los escaparates me entretienen; los veo una vez y ya. Algunos se dedican a caminar o a correr, pero yo me encuentro ridículo yendo a toda prisa para volver al mismo sitio sin ver nada.
Así que seguiré resistiendo en el pueblo, que la soledad se sobrelleva mejor si estás sólo. La ciudad puede ser un paraíso para jabalíes posmodernos como tú, pero, para paisanos viejos como yo, es un infierno.
Tu amigo Fulgencio