Por María de Álvaro:
Existe un lugar en el mundo en el que el sol no se pone, se lo come el mar. Un lugar en el que cada día se desayunan brioches con helado y se ‘roban’ higos silvestres para merendar. Un lugar en el que los templos griegos se alzan desafiando al tiempo y las iglesias doradas se confunden con mezquitas. Un lugar en el que las playas no terminan nunca y los acantilados regalan piscinas sin cloro. Un lugar en el que en un atasco la gente se muere de risa y en un mismo día se puede pasar del verano al invierno en apenas unos kilómetros y unos metros de altitud. Un lugar en el que se apaga el alumbrado público para ver mejor las estrellas, porque lo importante es lo importante. Igual que el caffe es el caffe. Y la ricotta, un regalo de los dioses.
Ese lugar está en el medio mismo del Mediterráneo y deja que lo bañen otros tres mares más, cada uno más azul que el anterior. Ese lugar fue griego y también romano, y bizantino y sarraceno y normando y español… Fue rico, es pobre. Pero está tocado por la mano de Dios. Decía Goethe que allí ‘la belleza brota hasta del polvo’. Y no seré yo quien le contradiga. Especialmente después de un ‘giro a la Sicilia’ en el que he descubierto que cinco minutos pueden durar una hora y una semana, una eternidad.