Por María de Álvaro:

Vuelvo a la realidad. Aterrizo y coloco los pies sobre la tierra, lo que produce cierto mareo y, a la vez, cierta estabilidad. Vuelvo a Gijón y me encuentro la cosa algo movida. Gutiérrez Granda dimite, los mineros de La Camocha se encierran, el Musel se hace mayor y los Oscos son Reserva de la Biosfera. Todo eso y más. Porque descubro que aquí mismo, en la calle de al lado, hay salas de juego clandestinas. Y me gusta. Me parece vivir en la Nueva York de los años 20 o en el centro de Las Vegas. A mí, como a cualquier hijo de vecino, me atrae lo prohibido. Así que esta noche me he soñado echando unos cartones entre humo, destilados y algo de jazz.

Al despertar y coger el periódico del felpudo me encuentro con que los gerentes de los bingos piden cárcel para los de las salas ilegales. Qué pena esto de la legalidad. Cuántas cosas buenas se pierden por su culpa. No digo yo que no tengan sus razones los gerentes, seguramente fritos a impuestos. Pero no puedo evitar imaginar al encargado de la piscina de El Llano pidiendo que se pongan puertas a la playa o al director de EL COMERCIO, que se cobren a euro los periódicos gratuitos. ¿Seré algo ludópata o me estaré acartonando?