Hay dos tipos de razones para sentirse culpables. Una es haber hecho de forma intencionada algún daño a uno mismo o a otra persona o no haber hecho lo suficiente a sabiendas. Otra, sentirse culpable, a pesar de no haber habido intencionalidad alguna.
En el primer caso está justificada y procede resarcir al perjudicado o pagar algún precio para compensar del daño.
En el segundo, al no haber intencionalidad, no tiene sentido alguno sentirse como tal y por lo tanto conviene tirar ese sentimiento a la papelera para que se lo lleve el camión al vertedero.
En este caso el sentimiento es irracional y el daño que causa es elevado o muy elevado.
Sin embargo hay personas que llegan a encogerse psicológicamente, sobre todo si ya es tarde y el perjudicado ya no vive o no está. En ese caso el desasosiego es como la termita que corroe el estado de ánimo y puede dejar incluso arruinada la vida y la ilusión de más de uno.
Qué curioso, no he conocido un solo caso en mi ejercicio profesional de los primeros. Esos raramente se sienten culpables, porque lo que querían era hacer daño.
Son los segundos los que injustificadamente se angustian y entablan una lucha consigo mismos que les deja psicológicamente muy tocados.
No puede ser. Hay que deshacerse de ese sentimiento, pensando simplemente que cuando hicieron lo que les hace sentirse mal fue sin tener conciencia de que podía derivarse algún perjuicio. Que se den cuenta a posteriori de que podían haberlo hecho de otra forma es lógico. Pero en aquel momento ellos hicieron lo que hicieron, pensando que era lo correcto. No fueron conscientemente malos.
Por tanto la culpa irracional, a la basura, tantas veces como se nos presente. Eso es velar por la salud mental, ya tan amenazada por distintas razones.