Nos es familiar el espectáculo de niños que estando con sus padres de visita o en la consulta del pediatra, en una tienda o en el restaurante no pueden parar quietos, tocando y revolviendo cuanto encuentran, molestando a la gente o interrumpiendo como si fuesen los amos del espacio. Y lo peor de todo, sus padres lo consienten sin llamarles la atención de forma contundente. Algunos a lo sumo les dicen con suavidad, como rogándoles, que por favor no toquen las cosas, pero como si nada pues saben esos niños que ese tono les permite seguir moviéndose a sus anchas. Resulta sorprendente que esos padres no caigan en la cuenta de que sus hijos están traspasando el límite que exigen las reglas de respeto y de la convivencia. “Es que no se puede estar quieto”, manifiestan los padres, como si se tratase de una llama inextinguible. No les llames la atención pues te caerá la bronca.
Así que tales niños, al no sentir ni percibir la obligación firme de permanecer sentados y quietos hasta terminar la visita o la comida seguirán incordiando a los presentes. “Es que se aburre”, te dirá alguna madre. ¡Pues que se aburra!, que aprenda que aburrirse y hacer lo que no le interesa forma parte del guión y de un aprendizaje en el respeto a los límites, que a menudo, por cierto, no se fijan.
Los niños tienen que aprender a estarse quietos por distintas razones, la primera, por su bien, para que aprendan que no pueden campar por sus fueros e invadir el territorio ajeno, la segunda porque les conviene ya que la inquietud exagerada lleva consigo pérdida de atención y comportamientos disruptivos donde deben permanecer quietos y sentados, como es en el colegio y la tercera por respeto social, para que se acostumbren que los demás no deben soportar su inquietud motriz y con ella sus molestias e incordio.
Los padres han de tomar conciencia de que deben parar al niño y acostumbrarlo a que se mueva y de suelta a sus nervios sólo donde pueda hacerlo sin problema. Pero como hoy en día el niño es el señor del territorio y reñirle o fijarle los límites parece políticamente no correcto, nos encontramos con estas malas prácticas que, conviene dejarlo claro, al primero que acabarán dañando es al propio pequeño con el paso del tiempo. ¡Cuantos adolescentes quisieran que cuando eran pequeños les hubiesen obligado a estarse quietos cuando convenía hacerlo y no verse luego víctimas de la falta de atención, la ansiedad y las drogas! Por ejemplo.